El año
pasado por estas fechas el tío Luis vino de vacaciones desde Sevilla. Con él
vinieron sus 88 años, su racionalismo, su “no me pongáis contra las cuerdas que
exploto”, su carácter sanguíneo, su hablar sin necesidad de ser escuchado, su
andar pausado, su insomnio y su piedad, entre otras cosas. Mercedario hasta la
médula, no se cansaba de criticar todo lo que le parecía que funcionaba mal en
su orden, desde los comportamientos de los de arriba hasta los de los
compañeros con los que había vivido en el pasado y con los que vivía en el
presente. Esto no significa, ni mucho menos, que le hiciese regates al elogio,
siempre pronto en su labios. A veces, cuando lo recuerdo, me gusta pensar que
era un adorable cascarrabias, pero no. Es una imagen literariamente tentadora
que no le haría justicia. Lo suyo era ser su ADN, que incluía fuego y quizá
algo de melancolía, y un sentido de la rectitud a prueba de bomba.
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