Estoy desarrollando nuevas estrategias para
dormir bien, algo que me falta últimamente. He leído aquí y escuchado allí que
uno debe irse a la cama en cuanto le entra el sueño. Hace unos días, por la
noche, en torno a las diez, ya se me cerraban los ojos y decidí aplicarme el
cuento. En realidad me apliqué tres porque además me tomé una manzanilla y me
di una ducha caliente, cosas ambas de las que también oí decir que son buenas
para conciliar el sueño. La cosa funcionó mejor de lo esperado. En las dos
siguientes, cuando eran los once, si bien no tenía todavía mucho sueño, aplicándome
otro cuento, esta vez el del vaso de leche caliente, la cosa tampoco fue del
todo mal. A ver si, poco a poco, voy logrando un buen dormir: sin él no acaba
uno de ser feliz.
domingo, 30 de abril de 2017
lunes, 24 de abril de 2017
La desesperación de Judas
Un pecado no lava otro pecado por lo que la
desesperación de Judas no lo redime de su traición. Pero aun así…
sábado, 22 de abril de 2017
Sampietro, Suárez
Mercedes Sampietro debiera haber sido nominada al premio a mejor actriz en la última edición de los premios Goya por su majestuosa interpretación en la película Las furias. A falta de ver la actuación de Penélope Cruz en La Reina de España, sería a ella a quien yo hubiese entregado mi voto, y otro también para su belleza: sale hermosísima en el film de Miguel del Arco, con un pelo blanco y reluciente que parece coronarla de gloria.
En Las furias actúa también Emma Suárez, que hizo doblete en los premios Goya de este año: mejor actriz principal y mejor actriz secundaria. Está estupenda, excepto cuando le sale el careto dramático-trágico, el mismo que utilizó en la película de Almodóvar, Julieta, y que le valió el antedicho premio a la mejor actriz principal. A ver si abandona estos mohines y la vemos en una película cómica, o de aventuras, o en una dramática, vale, pero en la que esté mejor dirigida. Yo amo a Emma Suárez, a cuyos pies, como a los de Mercedes Sampietro, me pongo.
jueves, 20 de abril de 2017
Y dale con el Purgatorio
Con el libro Retrato
de Marta Robin, de Jean Guitton, se confirmó una vez más lo que ya comenté
aquí en alguna ocasión: que Dios, a través de los libros, termina por aclararme
cuestiones que han estado bullendo dentro de mí durante un tiempo, un tiempo
que casi siempre se cuenta por años, dándole algún tipo de respuesta o
solución. En este caso se trata del Purgatorio, palabra que me horroriza, como
a Marta Robin (casi merece que la llame Marta Robin Hood, por esto y por otras
muchas cosas maravillosas de su vida). Pero escuchémosla a ella: “No me gusta
el término purgatorio; me hace pensar
en las purgas que me daban de niña. El Purgatorio no es una purga. Es algo grande
y serio, yo diría una cosa noble. Son sufrimientos, pero sufrimientos de amor,
de verdadero amor, de puro amor (…) Se debiera llamar ‘purificatorio’ Todo debe ser purificado” (las cursivas son del
autor). “Purificatorio” está mucho mejor, desde luego, pero sigue sin ser una
palabra bonita, como lo es la palabra “Cielo”. Yo, para mi uso particular y en
ocasiones no tan particular, echo mano de la expresión “cuarto de baño” cuando
quiero referirme a él. Pero no es sólo la palabra distinta que propone Marta
sino también lo que dice de ese “casi cielo” en el que están los que están
siendo purificados. Y, páginas más adelante, lo que añade monsieur Guitton en
un registro ya conceptual, filosófico y teológico es la guinda del pastel:
“Había intentado concebir qué experiencia de la duración podía tener ‘un alma
del purgatorio’, pensando que esta experiencia permitiría profundizar el
misterio del tiempo. Aquél es un tiempo sin tiempo. Un progreso sin riesgo, una
purificación sin tormento, un sufrimiento sin rebelión y, por tanto, un dolor
junto con la dulzura; un tiempo sin riesgo, ni incertidumbre ni angustia, un
tiempo sin avidez, en el que no cabe el pesar por el pasado ni el temor del
futuro; un tiempo sin libertad de elección ni de caída, un tiempo sin más, el puro tiempo. Desaparecido ese lastre
sombrío de lo que no volverá jamás (el
pasado); sin aparecer el horizonte ambiguo del porvenir. Tiempo en el que cada parte desemboca en otra parte mejor
por disminución del plazo, por acrecentamiento de una esperanza cierta” (las
cursivas son del autor).
lunes, 17 de abril de 2017
viernes, 14 de abril de 2017
Viernes Santo
"Marta (Marta Robin), que amaba tanto a los niños, juzgó crueles y nefastas las leyes votadas sobre 'la interrupción voluntaria del embarazo'. Era, no obstante, más severa con los legisladores que con las pobres mujeres desesperadas o traumatizadas.
Con solemnidad, con una grave certidumbre, que raramente encontré en ella, decía que los niños asesinados en el seno de su madre pedían en el otro mundo perdón a Dios para ellas. Porque a sus ojos, estos niños estaban en una situación análoga a la suya: la de víctima inocente y por lo mismo redentora.
Tal era el fondo de su espiritualidad: la solidaridad de las conciencias, la comunión de inocentes y culpables, la unión final de los verdugos y las víctimas. A sus ojos el niño privado de la vida por la desesperación de la madre, arrojado a la eternidad por su madre, salvaba a esta madre de su pecado. De lo profundo del mal brotaba un mayor bien.
Cuando leo la Divina Comedia, escribe Jean Guitton, me parece que falta en ella este grupo de niños inmolados por sus madres y que las redimen".
(Jean Guitton, Retrato de Marta Robin)
miércoles, 12 de abril de 2017
Khaled
El otro
lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki. ¿Por qué Khaled, que acaba de
recibir una puñalada de un matón nacionalista, no espera en el trastero del
garaje a que venga Wikström, el dueño del restaurante que le ha dado trabajo y
conseguido una identidad falsa, para que lo auxilie? Cuando éste llega,
encuentra todo colocado y sin más rastro de Khaled que unas gotas de sangre. En
la escena siguiente, la hermana de nuestro protagonista, que había estado
esperándole para ir a la gendarmería a solicitar asilo, decide acudir sin él. A
la vuelta de una esquina se lo encuentra, con una mano sobre la herida abierta
por el puñal, aunque no repara en ello. Él la abraza, la anima y le dice que
tiene que ausentarse por un tiempo. Al final, vemos a Khaled tendido y con la
cabeza apoyada en un árbol. Tiene un vendaje sobre la herida. ¿Es mortal,
vivirá o morirá Khaled? La cámara nos muestra lo que está mirando, el puerto de
descarga de mercancías. Fuma plácidamente; el perro del restaurante está con
él, se acerca y lo lame. Khaled sonríe.
lunes, 10 de abril de 2017
Vacilaciones del sueño
No sé si despierto porque tengo ganas de ir al baño o si despierto y entonces tengo ganas de ir al baño. El caso es que son las cinco y media de la mañana y quisiera haber dormido una hora más. El despertador tocará a la siete menos diez. Decido, como otras veces, bajar a la sala, encender la tele, y, con el runrún de lo que proyecte el canal 24 horas, dejarme acunar en el sofá. Veo que no funciona como otras veces y decido hacer lo mismo pero ahora en la cocina, donde tampoco funciona. Mientras tanto el tiempo ha avanzado y son ya las seis y veinticinco. Decido volver a la cama donde, entretenido con no sé qué pensamientos, no tarda en tocar el despertador. ¡Bien! Pero ya es el tercer día que me levanto con el sueño demediado, y me da rabia, pues no estaré al vivo sino medio muerto el resto del día.
Con gran gusto, como siempre, me echo a dormir la siesta después de comer, pensando en que recuperaré las energías perdidas. Después de hora y media, toca el despertador y tengo que hacer un gran esfuerzo para no seguir en la cama. Cuando ya estoy en la butaca, estoy muerto de sueño y me persigue la tentación de seguir durmiendo. No tengo ganas de hacer nada, y lo único que hago es repasar la letra de la canción “Piano Man”, de Billy Joel, que Paul, mi amigo y profesor de inglés, me ha puesto como tarea esta semana. El intento de continuar la lectura de Filosofía zoom, de José Antonio Marina, me resulta imposible. Como en los días anteriores, llega mi hermano Pepe y abordamos el asunto que nos ocupa desde hace ya una buena temporada y que hoy tiene un capítulo nuevo, que me cuenta. Agradezco que haya venido. En vista de que sigo sin gana ni de tecla ni de libro, resuelvo ver otro capítulo de Iron Fist. Cuando termina, me duelen los ojos y apago el ordenador. Bajo a la cocina y ceno. Mi madre llega de misa. Cena ella también. Yo me tiendo en el banco y cierro los ojos hasta que mi madre apaga la tele. Rezamos, le preparo su manzanilla con miel, tomo un surmontil, subo, veo un capítulo más de la serie de Netflix y, vencido por el sueño, me voy a la cama y me duermo.
Al día siguiente, continúan los efectos del surmontil y me paso toda la mañana grogui. De una a dos, en el trabajo, hago un esfuerzo supremo para no caerme dormido. Grogui sigo durante la comida y grogui me dejo caer sobre la cama en la siesta. A las ocho, grogui voy a misa. Por eso, cuando salgo a leer, sólo caigo en la cuenta de que no he leído la lectura del día cuando, al final, me topo con un “Palabra del Señor” y no un “Palabra de Dios”. En efecto, he leído un evangelio. Xosé, el párroco, se acerca, yo sonrío, le comunico el incidente, busca la lectura que corresponde, pido disculpas al respetable y, ahora sí, no hay error. Yo, que acostumbro a estar siempre con los ojos cerrados durante las eucaristías para estar más centrado y recogido, me aprovecho de esto para seguir dormitando.
domingo, 2 de abril de 2017
La fe que mueve hombres
La fe no tiene que mover montañas, tiene que
mover hombres. Esto es lo que me ha enseñado Hasta el último hombre, la impresionante película de Mel Gibson,
que cuenta la historia real de Desmond Doss, un objetor de conciencia, Adventista
del Séptimo Día, que se alistó como médico en el ejército norteamericano en la
Segunda Guerra Mundial. Una vez que, en nombre de la Constitución americana, se
le reconoció el derecho a no usar fusil para poder cumplir con su conciencia
que le decía: “no matarás”, se le permitió ir con su batallón a Okinawa, Japón.
En la batalla que se libró allí, una vez que en un primer embate los americanos
tuvieron que batirse en retirada, cuando Desmond Doss arrastraba a un amigo
herido que, al llegar al borde del desfiladero por donde tendrían que bajar por
una escalera de cuerdas, se le murió entre sus manos, una frustración dolorosísima
se apoderó de él y entonces le gritó a Dios: “¿Qué quieres de mí? No lo entiendo.
No te oigo. Ayúdame, ayúdame, Señor”. Un grito de socorro que provenía del
campo de batalla fue la respuesta. Todos se habían ido y se había quedado solo.
Con astucia y fortaleza infinitas, sin tener que matar a ningún japonés, una
vez que encontraba un compañero herido, lo arrastraba hasta el borde del
precipicio, lo ataba con una cuerda y, utilizando como polea un recio poste de madera, lo dejaba
caer hasta el fondo. Y después iba por otro, rogando en cada ocasión: “Por
favor, Señor, ayúdame a conseguir uno más”. Y consiguió setenta y cinco,
incluyendo dos japoneses que no sobrevivieron. Fue una gesta extraordinaria,
magnífica, heroica, santa. Desmond Doss fue el primer objetor de conciencia en
recibir la Medalla de Honor. Asistí a su hazaña derramando lágrimas. Es lo
único que me hace llorar: la bondad, el heroísmo, la santidad, la fe que mueve
hombres.
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