Expansivo como era, no dudó en comentarles a los
que estaban presentes en la misa que ellos tenían la suerte de poder jubilarse
a una determinada a edad mientras que a los frailes los tenían sujetos hasta el
final. Debió decirlo con gran sentimiento, pues la gente lo aplaudió como quien
acude en socorro de una víctima. El caso es que física y psicológicamente
estaba muy disminuido, y esto es lo que había subyacido tras sus palabras.
Falto de riego sanguíneo, a lo que habría que sumar otras “lindezas” con que la
vejez lo había adornado (tenía ya ochenta y ocho años), más de una vez, cuando
repartía la comunión, tuvo que sostenerlo quien en ese momento la estaba
recibiendo, pues sufría frecuentes mareos. Sin su bastón, las caídas eran
seguras. En el camino desde la sede hasta el ambón, cuando se disponía a leer
el evangelio, necesitaba apoyarse primero en el altar, y, tambaleante, llegaba
al atril con los brazos extendidos para poder agarrarse. Creía con toda razón
que ya no estaba ni siquiera en condiciones de presidir dignamente una
eucaristía y que su lugar estaba en el monasterio de san Pedro de Poio, en
Pontevedra, provincia en la que había nacido y donde residía su familia. Le
faltaban sin embargo arrestos para dirigirse a su provincial y ponerle al
corriente de su situación y de sus deseos. Había tenido en el pasado malas
experiencias con sus superiores y esto había mellado su confianza. Fue la
familia quien puso remedió a la situación haciendo lo que él no estaba en
condiciones de hacer. El provincial se mostró completamente comprensivo tras la
conversación telefónica en la que uno de sus sobrinos lo puso al corriente del
estado en el que se encontraba su tío. “Me habéis devuelto la vida”, le dijo a
su familia, tras saber que lo destinaban a Poio. El fraile anciano y enfermo
había conseguido su ansiado retiro.
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