martes, 5 de julio de 2016

Una tipa: 3

Se sintió abandonada cuando su madre emigró a Uruguay, a donde ya se había ido su padre, y se sintió traicionada cuando, tres años después, trajo consigo a una enemiga, una niña, su hermana, con un montón de juguetes que nunca podría haber imaginado que existían. Esta herida no se cerró hasta muy avanzada su edad adulta, en la que ya fue capaz de tratar a su madre sin crispación, con dulzura. Pero mientras no llegó a esta etapa de su vida tuvo “enfermedades del alma”, como ella mismo dijo más de una vez, que la hicieron desear no haber nacido o pensar en quitarse la vida. Encima no había sido guapa ni alta como lo eran todas las mujeres guapas y altas a las que había admirado. 
Su hermana sí que era guapa y por eso la había envidiado sin mala voluntad, aunque algo la arañaba siempre en su interior a este respecto. A veces, sin querer, le salía una inquina contra ella que revelaba lo que la removía por dentro. Era razonable pensar que si no se hubiera sentido abandonada de pequeña su aspecto físico, que era normal, no le habría supuesto ningún problema, tampoco sus ojeras, malhadada herencia de su abuela materna. Cuando pudo permitírselo se las operó. El paso del tiempo, a mayores, fue dándole un aspecto más dulce.
Una persona de su entorno familiar, eterna atribulada, siempre la admiró por su solidez interna y a ella recurría cada vez que necesitaba una palabra de apoyo. Las niñerías que persistían en otros adultos en su caso desaparecieron pronto y, aun con todos sus defectos, aparecía ante los demás como una mujer madura que siempre estuvo a la altura de las circunstancias cada vez que hizo falta. Era una compensación de su desamparo materno que de algún modo ella había conseguido por sí misma.

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