lunes, 25 de julio de 2016

Un tipo: 8

Nada más empezar el día la lengua debía posarse fláccida debajo del paladar y tocando los dientes. Esto lo había aprendido en sus clases de yoga. En tanto consiguiese mantenerla en esta posición se sentiría relajado. Sería él y no sus nervios quien dominase los avatares de la jornada. Y también la cara debía caer hacia la mandíbula, donde debía reposar, sin que ninguna estría mostrase ningún tipo de tensión. Enviaba así una orden a su psique y a su espíritu: mantenerse tranquilo.
Le daba una pereza inmensa ponerse a hacer una serie de cosas que tenía pendientes: registrarse como usuario en la página web de la compañía de seguros de su coche, revisar la vista antes de comprar el siguiente pack de lentillas, cumplir un recado que le había pedido su hermana e ir a la farmacia. Eran servidumbres que hacía medio arrastrándose, porque le gustaría poder estar siempre sentado en su sillón, leyendo, escribiendo, viendo una película o escuchando los ruidos que le rodeaban.
Le encantaban los ruidos, todos los ruidos, que podía oír desde su despacho: el tránsito de los coches, los pasos de su tío en su habitación, el crujir de la madera del suelo, los que causaba su madre en la cocina, el de los gallos y las gallinas... Al no estar sujetos a ningún ritmo, se sentía ante ellos más cómodo que ante los sonidos regulados de la música. Esta le hubiese exigido una atención, una obediencia, que no estaba dispuesto a ofrecer.
En su última cita con el médico este le había quitado dos pastillas, lo que era una buena noticia pues significaba que su salud había mejorado, pero mientras su sistema nervioso no se acostumbrase a su ausencia hasta dejar de echarlas de menos por completo, se las tendría que ver con noches medio insomnes y una especie de aceleración interna durante el día. Además estaba ese dolorcillo de cabeza casi continuo, como el producido por una diadema que alguien le había puesto sin que después se hubiese acordado de quitársela.
Le crispaba pensar en acciones futuras, incluso en las más inmediatas, y se decía entonces: “no” y desarrugaba el entrecejo. La calma volvía. Todo debía hacerlo sin ansia, como quien come despacio para saborear mejor los alimentos. La acción presente, el ahora, es quien mandaba, y a ella debía someterse si quería ser libre.

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