Maribel Deburgos era chepuda y cristiana vieja.
Las lanzaba con honda y ay de aquel que no esquivase a tiempo sus invectivas.
No era tan así sin embargo para quien supiese interpretarla, cualquiera que la
conociese de antiguo. Lo acre, más que acre era directo, directísimo, como un
golpe certero, y solo había que, como buen púgil, saber encajarlo. Le era dable
entonces al receptor de sus palabras percibir bajo ellas no otra cosa que su
ninguna gana de enredar a nadie con circunloquios que no llevaban a ninguna
parte. Ella estaba siempre en una muy concreta, pues no entendía que se pudiese
estar de manera distinta. ¿A qué entonces andarse con rodeos? Si esto es así
digamos que es así y si esto es asá digamos que es asá. Para ella todo era
plano, no un diamante con múltiples facetas. El matiz le caía muy lejos y
serían otros los que debían ir a buscarlo. Las penas de la reflexión no la
concernían.
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