Hugo Lamón dejó de hacer prótesis dentales una
vez que el dinerillo extra que conseguía con sus juegos en la Bolsa dio pasó a
grandes cantidades de dinero gracias a sus cada vez más finas habilidades
financieras. Su padre además le había dejado como herencia un piso grande en
una urbanización de lujo, de modo que estaba libre de la carga de una hipoteca
y de las muchas que hubiera tenido si fuera una persona que gastase mucho. El
día podía pasarlo entonces en casa, donde tenía varios ordenadores encendidos,
en cuyas pantallas se veía como subían y bajaban las cotizaciones en las Bolsas
más importantes de todo el mundo. Con un gin tonic en la mano, su bebida preferida,
y la música de Metallica sonando a todo trapo, a cuyos sones bailaba de vez en
cuando, se permitía el lujo de hacer lo que le viniera en gana durante el día,
sin horarios, ni jefes, ni antipáticos compañeros de trabajo. En torno a las
ocho de la tarde, tanto en invierno como en verano, su grupo de amigos más
íntimo se reunía con él en su casa, lo que aprovechaba Hugo Lamón para explicarles
los entresijos de los parques bursátiles. Su madre, a la que adoraba, vivía en
una aldea a más de noventa kilómetros de distancia. La visitaba todos los fines
de semana y siempre acudía a su lado cada vez que ella, fuera cual fuera la
razón, lo llamaba. Su padre había muerto nada más aterrizar su avión en España después
de más de treinta años de estancia en Caracas. Él había nacido en esta ciudad
y, cuando tenía diez años, se vino de vuelta a España con su madre. Nunca le
contó a nadie lo que había pasado, y las cuentas que su padre pensaba saldar
con su mujer y con su hijo nada más aterrizar el avión quedaron definitivamente
enterradas. Ni a él ni a su madre les importó demasiado.
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