viernes, 29 de julio de 2016

Mario Landía

Mario Landía no quiso someterse a la prueba de infertilidad por temor a que revelase que era él el causante de que no tuvieran hijos y quedase así en entredicho su virilidad. Pero lo que entonces se puso de manifiesto fue su cobardía, y de paso su egoísmo, pues la prueba podría haber revelado una mera disfunción de fácil arreglo que les hubiese otorgado la posibilidad de tener hijos. Su mujer se dio cuenta entonces de que su marido era un hombre débil y no tuvo más remedio que aceptarlo. Luchó para que de su desilusión no naciese ningún tipo de amargura que acabase minando los cimientos de su matrimonio. A él no se le ocultó sin embargo que su decisión supuso para ella un duro golpe, pero esto no le hizo cambiar de opinión. Con una mezcla de descaro e ingenuidad no dudó ni por un momento que su mujer no se lo tendría en cuenta.

lunes, 25 de julio de 2016

Un tipo: 8

Nada más empezar el día la lengua debía posarse fláccida debajo del paladar y tocando los dientes. Esto lo había aprendido en sus clases de yoga. En tanto consiguiese mantenerla en esta posición se sentiría relajado. Sería él y no sus nervios quien dominase los avatares de la jornada. Y también la cara debía caer hacia la mandíbula, donde debía reposar, sin que ninguna estría mostrase ningún tipo de tensión. Enviaba así una orden a su psique y a su espíritu: mantenerse tranquilo.
Le daba una pereza inmensa ponerse a hacer una serie de cosas que tenía pendientes: registrarse como usuario en la página web de la compañía de seguros de su coche, revisar la vista antes de comprar el siguiente pack de lentillas, cumplir un recado que le había pedido su hermana e ir a la farmacia. Eran servidumbres que hacía medio arrastrándose, porque le gustaría poder estar siempre sentado en su sillón, leyendo, escribiendo, viendo una película o escuchando los ruidos que le rodeaban.
Le encantaban los ruidos, todos los ruidos, que podía oír desde su despacho: el tránsito de los coches, los pasos de su tío en su habitación, el crujir de la madera del suelo, los que causaba su madre en la cocina, el de los gallos y las gallinas... Al no estar sujetos a ningún ritmo, se sentía ante ellos más cómodo que ante los sonidos regulados de la música. Esta le hubiese exigido una atención, una obediencia, que no estaba dispuesto a ofrecer.
En su última cita con el médico este le había quitado dos pastillas, lo que era una buena noticia pues significaba que su salud había mejorado, pero mientras su sistema nervioso no se acostumbrase a su ausencia hasta dejar de echarlas de menos por completo, se las tendría que ver con noches medio insomnes y una especie de aceleración interna durante el día. Además estaba ese dolorcillo de cabeza casi continuo, como el producido por una diadema que alguien le había puesto sin que después se hubiese acordado de quitársela.
Le crispaba pensar en acciones futuras, incluso en las más inmediatas, y se decía entonces: “no” y desarrugaba el entrecejo. La calma volvía. Todo debía hacerlo sin ansia, como quien come despacio para saborear mejor los alimentos. La acción presente, el ahora, es quien mandaba, y a ella debía someterse si quería ser libre.

viernes, 22 de julio de 2016

Hugo Lamón

Hugo Lamón dejó de hacer prótesis dentales una vez que el dinerillo extra que conseguía con sus juegos en la Bolsa dio pasó a grandes cantidades de dinero gracias a sus cada vez más finas habilidades financieras. Su padre además le había dejado como herencia un piso grande en una urbanización de lujo, de modo que estaba libre de la carga de una hipoteca y de las muchas que hubiera tenido si fuera una persona que gastase mucho. El día podía pasarlo entonces en casa, donde tenía varios ordenadores encendidos, en cuyas pantallas se veía como subían y bajaban las cotizaciones en las Bolsas más importantes de todo el mundo. Con un gin tonic en la mano, su bebida preferida, y la música de Metallica sonando a todo trapo, a cuyos sones bailaba de vez en cuando, se permitía el lujo de hacer lo que le viniera en gana durante el día, sin horarios, ni jefes, ni antipáticos compañeros de trabajo. En torno a las ocho de la tarde, tanto en invierno como en verano, su grupo de amigos más íntimo se reunía con él en su casa, lo que aprovechaba Hugo Lamón para explicarles los entresijos de los parques bursátiles. Su madre, a la que adoraba, vivía en una aldea a más de noventa kilómetros de distancia. La visitaba todos los fines de semana y siempre acudía a su lado cada vez que ella, fuera cual fuera la razón, lo llamaba. Su padre había muerto nada más aterrizar su avión en España después de más de treinta años de estancia en Caracas. Él había nacido en esta ciudad y, cuando tenía diez años, se vino de vuelta a España con su madre. Nunca le contó a nadie lo que había pasado, y las cuentas que su padre pensaba saldar con su mujer y con su hijo nada más aterrizar el avión quedaron definitivamente enterradas. Ni a él ni a su madre les importó demasiado.

miércoles, 20 de julio de 2016

Mejías Lamadrid

Mejías Lamadrid volvió al cabo de los años a su pueblo natal, acompañado por una mujer joven y dos criaturas. Había llorado bien a sus muertos y por eso sus ojos parecían siempre recién lavados. Eran pobres y se defendían como podían, trabajos esporádicos aquí y allá y alguna que otra ayuda pública. Lo primero que hicieron nada más llegar fue matricular a sus hijos en el colegio. Muy de cuando en cuando se permitían el lujo de tomar algo en la terraza de alguna cafetería y entonces todo el mundo podía comprobar que eran felices. Algunos de los antiguos amigos de infancia de Mejías Lamadrid se sentaban a veces con ellos. Uno que lo espiaba siempre desde lejos, un funcionario público, lo envidiaba al verlo siempre tan relajado y contento. Desde que lo había atendido en el colegio en el que había matriculado a sus hijos, cuando se cruzaba con él lo saludaba. Lamadrid le respondía tímidamente y con afecto. Esto duró muchos meses. El funcionario lo echó de menos cuando un buen día dejó de cruzarse con él. Quizá es que había encontrado trabajo y ya no podía estar en la calle a la hora en la que siempre pasaban el uno al lado del otro. Esperaba con ansia que acabaran las vacaciones y comenzasen las clases para verlo de nuevo trayendo a sus hijos al colegio.

martes, 19 de julio de 2016

César Dares

César Dares multiplicaba sus actividades en torno al deporte. Había sido durante muchos años entrenador de voleibol y últimamente el ayuntamiento de su pueblo lo había fichado para gestionar el área deportiva, centrada sobre todo en niños y jóvenes. Era grande y fuerte, de voz ronca, con labios abultados y pelo corto, duro y rizado. Su sombra protegía aquello que alcanzaba, que era mucho. Los niños lo adoraban.
Después de morir se supo que su matrimonio no había ido todo lo bien que en su momento se había esperado. Su mujer era mayor que él y menuda, de sonrisa difícil, áspera y a veces contestona. La nueva dueña de la peluquería en la que había trabajado durante años en cuanto pudo la despidió. ¿Había sido el de ellos un matrimonio imposible desde el principio, la ternura y la acritud batiéndose sin encontrarse nunca?
La madre de César Dares había sido tan delicada y hermosa como una flor, combada al final por los años, no así su voz, que permaneció clara y pura hasta el final. La noticia de que su hijo había caído fulminado por un ataque de corazón mientras estaba apoyado en la barra de un bar la cogió misteriosamente prevenida, como si fuese algo que esperaba desde hacía tiempo. Se derrumbó por dentro, pero por fuera mantuvo la apostura que siempre había definido su vida, sus claros límites.

sábado, 16 de julio de 2016

Maribel Deburgos

Maribel Deburgos era chepuda y cristiana vieja. Las lanzaba con honda y ay de aquel que no esquivase a tiempo sus invectivas. No era tan así sin embargo para quien supiese interpretarla, cualquiera que la conociese de antiguo. Lo acre, más que acre era directo, directísimo, como un golpe certero, y solo había que, como buen púgil, saber encajarlo. Le era dable entonces al receptor de sus palabras percibir bajo ellas no otra cosa que su ninguna gana de enredar a nadie con circunloquios que no llevaban a ninguna parte. Ella estaba siempre en una muy concreta, pues no entendía que se pudiese estar de manera distinta. ¿A qué entonces andarse con rodeos? Si esto es así digamos que es así y si esto es asá digamos que es asá. Para ella todo era plano, no un diamante con múltiples facetas. El matiz le caía muy lejos y serían otros los que debían ir a buscarlo. Las penas de la reflexión no la concernían.

miércoles, 13 de julio de 2016

Una tipa: 7

De niña jugaba al fútbol tan bien o mejor que los niños. En una foto del álbum familiar aparecía, vistiendo la falda a cuadros y plisada del uniforme del colegio, sobre la bicicleta grande de casa con los pies sobre el asiento y las manos en el manillar. Cuando sacó el carnet de conducir, el instructor de la autoescuela dijo que nunca había tenido un alumno que condujera tan bien como ella. Encima, de mayor y casada, llegó a ser una muy buena cocinera. Y se podrían enumerar más cosas que mostrarían sus múltiples habilidades. Era, sin duda, una mujer completa.
Sus hermanos la consideraban la mejor de todos, la más generosa, la más dispuesta, la menos egoísta. A la hora de los recados, de niña, nunca dudaba a la hora de obedecer a su madre para hacerlos de buena gana y al instante; no así su hermano más cercano en edad, remoloneando siempre y más egoistón a este respecto. ¡Qué estremecimiento sintió en una ocasión una mujer que la adoraba, muy amiga de su tía, cuando, al ver que esta se le acercaba con un expresión de gran preocupación en la cara, pronunció su nombre con un escalofrío de miedo temiendo que le hubiese ocurrido algo grave!
Había que preguntarse si sus arrugas tempraneras en torno a sus ojos eran el resultado de los años duros que tuvo que vivir cuando las cosas dejaron de venir rodadas. Pero no consiguieron borrar la luz de su rostro, que tanto y a tantos encandilaba. Fue entonces todo lo fuerte que pudo ser, que no tuvo más remedio que ser, y que hicieron surgir en ella habilidades nuevas. Asomada a los 50, que tanto deseaba cumplir, como si esto supusiese hacerse un regalo a sí misma, luchaba por abrir un futuro en el que resplandeciese la esperanza.

lunes, 11 de julio de 2016

Una tipa: 6

En una ocasión en la que su madre la tenía en su regazo mientras cosía, la niña cogió las tijeras y con la punta golpeó la máquina de coser, y en ella quedó para siempre la marca que le hizo. Este fue el primer indicio de su bravura, la misma que la llevó en la adolescencia y juventud a no estar casi nunca de vuelta en casa a la hora que su madre le decía, o la que le empujaba a encararse con su padre de poder a poder, o la que hacía doblegarse a sus hijas cuando un no era un no. Todo un carácter.
No es un disparate pensar que detrás de esta bravura había hondas convicciones, una de las cuales era que hablando se entiende la gente. Lo creía a pie puntillas y no sería ella la que renunciase a hablar, extendiéndose todo lo que hiciese falta, para que todas las cartas quedasen puestas sobre la mesa. Esta convicción arraigó en ella con fuerza desde que se casó, y no entendía que un problema no se pudiese, si no solucionarse, si al menos aclararse mediante un diálogo a corazón abierto. En este tema se mostró siempre extraordinariamente generosa, y lúcida.
Cuando le tocaba hacer la entrega de los regalos tras la cena de Reyes, alcanzaba su punto más alto en gracia y chispa, ayudada por la previa ingesta de unos traguitos de buen vino. Tenía buenos arranques, buenos parones que creaban suspense, y finales redondos en los que terminaba por reírse a carcajadas. Todo un espectáculo. Su comparsa, más seria, era el plomo mientras ella subía como la espuma. Había que empezar así el año, desde lo alto, para encarar después con fuerza febrero, un mes que no le gustaba nada.

sábado, 9 de julio de 2016

Un tipo: 5

Había sido siempre un buscavidas, capaz de triunfar cada vez que la vida le había exigido hacerse con su propio plato de lentejas. No habría de ser él el que se muriese de hambre por falta de intrepidez e ingenio. Su inigualable don de gentes le había abierto puertas que de otro modo habrían permanecido cerradas. Había sabido ser seductor, convincente, y por supuesto trabajador. Lo que dijo que sería capaz de hacer lo hizo; respondió siempre. Esta faceta suya a lo mejor ya había quedado anunciada en aquella foto que lo mostraba de niño sosteniendo una estrella de mar que había encontrado cuando su familia realizó una excursión a una ciudad de la costa, o en aquella otra en la que se exhibía con un arco risueñamente dispuesto a dar en el blanco. A su escala, modesta, fue siempre un ganador.
Escapó de las mieles del intelecto cuando se volvieron vértigos. Kafka y Nietzsche, al principio mentores intelectuales, fueron después desfiladeros que no supo manejar y de los que huyó despavorido. ¿A dónde? A la vida de los sentidos. Se instaló después en un epicureísmo razonable que le permitió gozar de los placeres de la vida. Una buena comida habría de ser en adelante una experiencia, por gozosa, irrenunciable, siempre y cuando pudiera permitírselo. Y la naturaleza, por supuesto. El mar en verano y el monte en otoño fueron tónicos esenciales que dieron rienda suelta a su alma y a su facundia. Su don de gentes se convertía entonces en don del habla que los demás sufrían paciente y cariñosamente.
Llevado de esta necesidad de hablar había dicho más de una vez cosas que debería haberse guardado. Los secretos, en él, no estaban siempre a salvo, si bien es cierto que su imprudencia no caía casi nunca fuera del cerco familiar. Los suyos, conociéndole, se le adelantaban a veces cuando parecía que iba a decir algo que no debía, y lo frenaban en seco preguntándole: “¿Estás seguro de que puedes contar lo que vas a contar?” Es posible que solo quisiera “compartir” el secreto, sin caer en la cuenta que los secretos son, por definición, incompartibles. Digamos que era un efecto colateral de su alma expansiva.

jueves, 7 de julio de 2016

Un tipo: 4

Su ridículo bigotito adolescente, un embozo de insultante fealdad, debiera habérselo afeitado de haber sido oportunamente advertido por alguien con un poco de buen gusto. Pero la adolescencia es en muchos casos una edad físicamente fea y la suya, como la de todos, habría de pasar y así también el bigotito de marras. 
Le tocó hacer la mili en la otra punta del país y con él hizo lo que se decía que debía hacer con los chicos: convertirlos en hombres. Cuando volvió un año después era otra persona, un tipo apuesto y mucho menos tímido que iba a ser capaz de enfrentarse a la vida. No tardó en encontrar trabajo en un taller mecánico y enrolado ya en una rutina diario, iba a ser el resto de su vida un hombre de rutinas. Todos los días, por ejemplo, cenaba siempre dos huevos fritos y un chorizo, y así durante años.
Se casó, tuvo dos hijos y pasó a ser uno más de la empresa de la familia de su mujer. El decía que tenía un perfil medio, ni muy alto, ni muy bajo, un tipo normal con una vida normal. Alguien en una ocasión, bromeando sobre esto, dijo que su foto podría ser la ilustración de la definición de “normal” en un diccionario.
Tuvo sin embargo una espléndida madurez. Sin dejar nunca de ser el hombre sensato que siempre había sido, su lado ingenioso y bromista despuntó con fuerza al cabo de los años. Además, una sensibilidad que nunca tendría el que es solo un macho fue aflorando también en él. Su tardía afición a la lectura fue un claro ejemplo de esto, o su deseo de no seguir matando cuando iba de caza para limitarse a ir simplemente al monte a pasear a los perros.

martes, 5 de julio de 2016

Una tipa: 3

Se sintió abandonada cuando su madre emigró a Uruguay, a donde ya se había ido su padre, y se sintió traicionada cuando, tres años después, trajo consigo a una enemiga, una niña, su hermana, con un montón de juguetes que nunca podría haber imaginado que existían. Esta herida no se cerró hasta muy avanzada su edad adulta, en la que ya fue capaz de tratar a su madre sin crispación, con dulzura. Pero mientras no llegó a esta etapa de su vida tuvo “enfermedades del alma”, como ella mismo dijo más de una vez, que la hicieron desear no haber nacido o pensar en quitarse la vida. Encima no había sido guapa ni alta como lo eran todas las mujeres guapas y altas a las que había admirado. 
Su hermana sí que era guapa y por eso la había envidiado sin mala voluntad, aunque algo la arañaba siempre en su interior a este respecto. A veces, sin querer, le salía una inquina contra ella que revelaba lo que la removía por dentro. Era razonable pensar que si no se hubiera sentido abandonada de pequeña su aspecto físico, que era normal, no le habría supuesto ningún problema, tampoco sus ojeras, malhadada herencia de su abuela materna. Cuando pudo permitírselo se las operó. El paso del tiempo, a mayores, fue dándole un aspecto más dulce.
Una persona de su entorno familiar, eterna atribulada, siempre la admiró por su solidez interna y a ella recurría cada vez que necesitaba una palabra de apoyo. Las niñerías que persistían en otros adultos en su caso desaparecieron pronto y, aun con todos sus defectos, aparecía ante los demás como una mujer madura que siempre estuvo a la altura de las circunstancias cada vez que hizo falta. Era una compensación de su desamparo materno que de algún modo ella había conseguido por sí misma.

sábado, 2 de julio de 2016

Un tipo: 2

Su belleza no lo acompañó cuando superó los sesenta aunque sí sus radiantes ojos azules. Aquel resplandor masculino que se apreciaba en la foto de su boda había quedado definitivamente atrás. Quien tuvo no retuvo en este caso aunque es cierto que pocos lo hacen. ¿Quién dijo que con el tiempo los guapos se vuelven feos y los feos guapos y al final todo se iguala? Las tribulaciones de su matrimonio le pasaron factura y hasta es posible, digámoslo con humor, que fueran ellas también las culpables de su temprana papada. Nunca se había derrumbado sin embargo, quizá ayudado también por el ritmo lento, dicho en sentido estrictamente físico, de su corazón. Era cierto. El número de sus pulsaciones estaba por debajo de la media y no es ocioso pensar que también esto le ayudó a no precipitarse cuando, en situaciones de mucha presión, tuvo que mantener una calma infinita. Sin embargo no fue prudente todas las veces que, estando presente su mujer, no dudó en decir que, de volver atrás, no se hubiera vuelto a casar. Por más que no hablara en serio estaba claro que era una herida la que hablaba. Es así que, con su papada a rastras y su rostro prematuramente arrugado, decía que se había vuelto un tipo “feo y antipático”. Al reconocerlo, implícitamente estaba pidiendo perdón al mismo tiempo que se concedía una licencia para seguir siéndolo, si bien daba a entender también que intentaría ponerle remedio. 
Hasta donde habían llegado sus éxitos con las mujeres nunca lo supo nadie porque a este respecto siempre había sido totalmente discreto. Quizá se conformó con menos de lo que habría conseguido si se lo hubiese propuesto. Pero es probable que, como tantos otros, hubiera tenido un número razonable de sucesivas novias o parejas y no se hubiera lanzado a un donjuanismo aventurero. Le habían faltado la audacia y sobre todo la ambición que esto requiere.
Por encima de todo había sido un lobo solitario y por eso no tenía amigos. Un surfista sobre las olas, eso había sido, y es lo que había practicado con éxito todos los años que había vivido al lado del mar. Cuando llegaba a la playa empujado por el viento y deslizándose sobre el agua llegaba alguien feliz. El mar había sido siempre para él un amplio respiradero, una plataforma infinita sobre la que sostenerse, un abismo en el que sumergirse, un arenal sobre el que correr hasta caer agotado.