Debían ser las once de la mañana y, mientras
hacía mi media hora de cinta, a los veinte minutos de estar en ella me
sobrevino un cansancio que no me dejó continuar, un asalto de ansiedad (¿O de
angustia? Nunca veo con claridad la diferencia entre una y otra) ya conocido
por mí. Me suele ocurrir, cuando ocurre, mediada la mañana, y siempre viene de
la mano de algo que me emociona positivamente. Pero esta vez fue distinto. Hubo
en ello algo de desplome físico y lo que hice fue bajar a beber el vaso de
agua, el que tomo siempre después del desayuno, y que todavía no había tomado.
Me comí también dos nectarinas. Me senté después en la butaca de mi habitación
e hice lo que siempre hago en tales casos: respirar profunda y pausadamente.
Después, con inmensas ganas de dormir, me eché en la cama. Haciendo un gran
esfuerzo, fui a la zapatería que se había comprometido el día anterior a pedir
unos zapatos que podían interesarme a decirles que finalmente había encontrado
y comprado en Santiago unos que se ajustaban más a lo que andaba buscando. Le
pedí perdón por las molestias causadas a la chica que me atendió y que no pudo
disimular del todo un gesto de desagrado. Volví a casa con la intención de
seguir durmiendo, pero era ya la una y cuarto. No tardaríamos en comer. Sin
demasiadas ganas cogí el ebook, lo encendí y continué la lectura de Trilogía de Nueva York, de Paul Auster,
allí donde la había dejado.
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