sábado, 13 de junio de 2015

Los que piden

¿Cómo los llamaremos: mendigos, mendicantes, peticionarios, pedigüeños, pobres? “Había una persona pidiendo” es lo que digo cuando me refiero a ellos y veo que en general los demás dicen lo mismo: una persona que pide, así, sin más. Ayer, cuando estaba en una terraza en Santiago, en menos de una hora pasaron tres o cuatro. Si les sonríes o los miras amablemente ya estás perdido: si les has abierto tu rostro, ¿cómo no les vas a abrir después tu cartera? Pero, dado que en estos tiempos tiene uno razones varias para no dar dinero a los que piden, bien porque se traten de mendicantes profesionales, bien porque sean rumanos (Aquí es necesaria una aclaración. Por la prensa local supimos que en un pueblo cercano al mío pillaron a unos rumanos tirando en un contenedor los productos alimenticios que les habían dado a la salida de un supermercado. Estaba claro que lo que esperaban recibir de los clientes no era comida sino dinero. Esto no explica sin embargo por qué motivo se deshicieron de la comida. Un asunto rarísimo), bien porque uno crea que entre Cáritas, los comedores sociales y otra organizaciones varias ya estarían suficientemente atendidos, por todo esto digo, decidió uno que no va a darles dinero. Y para que ellos lo entiendan a la primera se les envía un mensaje muy claro: rostro ceñudo y mirada que se tuerce. Rondando quedan, sin embargo, los flecos de la culpa mordiéndole a uno.
No obro así cuando, tras salir del Eroski los sábados por la tarde después de hacer la compra, me encuentro a las chicas de siempre, rumanas casi todas ellas, o de otro país, como Sabrina, que es de Bosnia-Herzegovina. Siempre les doy algo. A los/las que vienen a pedir a casa tampoco les denegamos una ayuda. Benjamín, extremeño, trabajador de la construcción que se fue a la calle como tantos otros tras el derrumbe del sector inmobiliario, era ya un habitual. Tenía su circuito y mi casa formaba parte de él. Terminé por cogerle cariño. Hace unas semanas, después de mucho tiempo sin verle, me crucé con él en la calle: tambaleando, iba hablando solo bajo los efectos del alcohol. Hubo un peticionario sin embargo al que le espeté un “no confío en usted” -léase: “creo que usted es un vago, vive del cuento y a mí no me va a engañar”- que lo dejó a cuadros. Si su acento parecía ser el de un país de Europa occidental y sus pintas, físico y vestimentas, buenas, ergo no era un pobre pobre y me estaba engañando. Se salía del chip: el pobre tiene que tener pinta de pobre y si no no vale. Y a lo mejor era el más pobre de todos.

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