viernes, 27 de marzo de 2015

Llorémosle, llorémonos

“Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hebreos, 5, 7-8). Me estremezco siempre que oigo o leo este texto de la carta a los Hebreos. Saldría uno del estremecimiento, o incluso del horror, si le fueran concedidas lágrimas para llorar los sufrimientos del Hijo amado. Como a las hijas de Jerusalén, también nos diría Jesús: “no lloréis por mí, llorad por vosotros” (Lucas 23, 28). Pero ¿no pueden caber en el mismo llanto las lágrimas que derramemos por Jesús y las lágrimas que derramemos por nosotros, por nuestros pecados? ¿No es sólo llorando los padecimientos del Hijo como puede uno llorar eficazmente por sí mismo, pues es en sus heridas donde vemos nuestros delitos?

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