Siéntate en una silla y apoya la espalda
manteniéndola bien recta; las plantas de los pies que se afirmen bien en el
suelo, así como las palmas de las manos en las piernas. Repasa de arriba a
abajo el cuerpo y desténsalo. ¿El ceño fruncido? Desfrúncelo. ¿Los dientes
apretados? Suelta la mandíbula, que caiga, y la lengua que se pegue a los
dientes superiores. ¿Tirantez en el cuello? Relájalo. ¿Hombros levantados?
Suéltalos también. Libérate en la ley de la gravedad dejando que tu cuerpo se
someta completamente a ella, de modo que quede bien asentado y sin la más
mínima tensión. Desde el diafragma, inspira y expira después profunda y
lentamente; llénate con cada inspiración y vacíate con cada expiración. Relajar
la mente es más difícil. No se trata de ponerla en blanco, algo imposible, sino
de no prestar atención al desfile de ocurrencias que por ella se pasean;
digamos que se trata de dejar que ocurran sin más, sin oponerse a ello. Tú estás
a otra cosa; a esto ayuda, por ejemplo, no desviar la mirada del punto en el
que debes tenerla fijada. Por último, si haces todo esto para rezar porque, más
que discursiva y meditativa, es contemplativa tu oración, acompaña el ritmo de
tu respiración con tu jaculatoria favorita. La mía es “mi buen Jesús”.
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