El “palabras, palabras, palabras” de
Shakespeare sería un buen rótulo para identificar una de las vetas de la obra
de Javier Marías. La existencia está embadurnada de palabras, rebosa de
palabras el mundo y la historia, de todo se ha hablado y dicho demasiado, las
cosas se explican, se re-explican, se re-re-explican, no cesa el torrente
empalabrador: ¿por qué tanta palabra, tantas palabras? Y lo peor: que la
palabra dicha ya nunca puede ser desdicha, queda ahí, atrapando para siempre a
quien la dijo, por más que después diga que no la dijo o que diga que dijo
“diego” donde había dicho “dijo”. El universo de Javier Marías llora por no ser
mudo, acaso también sordo, o simplemente silencioso.
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