Oigo cómo mi madre las golpea con el
cascanueces. Las abre así porque no tiene fuerza suficiente para agarrarlo,
meter la nuez entre sus lados curvos y dentados y apretar después las tenazas.
Las que estamos comiendo ahora son especialmente duras e incluso a mí me
resulta muy difícil partirlas. Hay un montón de ellas en el suelo del desván,
muchas más de las que hubo nunca en casa, gracias a las que trajo Toño por un
lado y Pepa por el otro: los nogales este año vienen repletos de ellas. Las he
extendido al fondo, donde forman como una laguna, a la que rodean las mil cosas
que hay un desván: maletas, alfombras, colchones, maderas, cajas, juguetes,
etc. Mi madre las come con pan por la tarde; yo con miel por la noche. Así
atacamos los dos nuestros respectivos colesteroles. Las cáscaras de las nueces
acaban en la cocina de leña, donde alimentarán el fuego del día siguiente.
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