Estuve otra vez con Stefan y Cornelia en el Paradiso. Este bar, sito en la Rúa del
Villar de Santiago, antes de ser de sus actuales dueños, fue de uno que vino de
Cuba y se trajo consigo el título de la novela de Lezama Lima, Paradiso, con el que bautizó a su
negocio. Es un bar pequeño, estrecho, sin luz exterior, con una decoración art noveau; grandes espejos, a modo de
paneles, lo cubren, los cuales tienen unas “manchas” que parecen dibujos de
países y que se consiguieron poniendo los espejos sobre una base de estaño a la
que se le había echado sal; el efecto logrado es muy bonito, una “suciedad”
decorativa que les sienta de perlas.
Fue idea de A., el actual dueño, y muy amigo de Stefan, el
prepararnos merluza a la romana, en honor a mi “cholesterin” (colesterol en
alemán; me hizo mucha gracia como sonaba, “colesterín”). Como en días
anteriores había dicho que no podía comer esto, y eso y aquello, se había
tomado la revancha y, ¡hala!, ¡menuda fuente de merluza, patatas y guisantes
plantó en la mesa! Regada con un buen albariño, nos pusimos a ello. El problema
es que, para hacerle los honores a plato tan dichoso y a su muy ilustre
cocinera, S., la mujer de A., no podía quedar nada en la fuente. Venga pues
otro poquito, y otro poquito, y otro poquito, hasta que no quedó nada. Lo
pagaría el día después.
Vino después la hora de las brujas, es decir, la de la
queimada. Apareció entonces Marc, un erasmus de Colonia al que habían conocido,
y que se trajo otras dos erasmus germanas, más un cuarto colega; no se querían
perder el evento. A. puso la cacerola de barro sobre el mostrador y le echó los
materiales: aguardiente, azúcar, cortezas de naranja y de limón y granos de
café. Después le prendió fuego y todos los ojos se clavaron en él. A. apagó un
momento las luces del local para que fuera más visible. Marc contó que en
Alemania hacían algo parecido con el ron. Cuando el aguardiente se pone oscuro
significa que está quemado, listo pues para servirse. Stefan leyó el conjuro y
las meigas quedaron conjuradas. Después nos lo sirvió S. en el correspondiente
pocillo de barro y, ¡hmm!, qué rico estaba, muy bien quemado y con su justo
punto de dulzor. Por si no hubiera habido bastante, apareció una tarta de
zanahoria cubierta con un magnífico manto de coco.
“De grandes cenas están las sepulturas llenas”, decía mi padre. Me levanté al día siguiente con una prominente barriga, toda ella gas. A lo largo de la mañana fue saliendo, a su muy acostumbrada manera.
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