Siempre me veo en los ancianos: son el
espejo de mi futuro. Ya lo dice el dicho: “Como te ves, me vi; como me ves, te
verás”. Sí, este “como me ves, te verás”, cuando me cruzo con una persona mayor
(ahora casi todos son, “somos”, mayores), acude muy a menudo a mi cabeza. ¿Y me
veré como el anciano decrépito, encorvado, más lento que una tortuga, ausente,
un niño completamente envejecido? ¿O seré tal vez el anciano que goza de buena
salud, que anda derecho y ligero, con sonrisa ancha e inteligencia fresca? Ni
que decir tiene que en qué grupo quiero verme enrolado. Con un poco de suerte,
y juzgando por lo que observo a mi alrededor, a los 80 se puede estar todavía
razonablemente bien. Y si se tiene en cuenta que la esperanza de vida actual de
los españoles está en torno a los 82 años, uno podría llegar al final de los
días con una razonable buena salud. Más allá de esta línea estadística, quién
sabe. Aunque, claro, quién sabe también más acá de esta misma línea. El caso es
que puede que me queden 30 años de vida activa. A ver qué hago con ellos.
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