Se supone que en tanto el dedo de Dios no
toque el dedo de Adán en la representación de la creación de Miguel Ángel en el
techo de la Capilla Sixtina Adán no vive plenamente. En el Adán que espera a
ser creado apreciamos indolencia (¿un tanto chulesca?), pereza, falta de aliento:
su mano lánguida, puesta como para ser besada, con el dedo caído, es totalmente
expresiva a este respecto. Adán tiene que levantarse, ponerse en pie, abandonar
su abandono, valga la redundancia, como el de un romano en su kliné, y con
vigor asentarse sobre el mundo. Dios va disparado hacia él como un cohete, como
si temiese llegar tarde al “toque digital”, o más bien como si su ansia veloz
expresase su fuerza y convicción creadoras. Es gracioso que Dios no vaya él
solo volando sino que lo lleven en volandas sus ángeles. ¿Los necesita, él, el
omnipotente creador? La ¿mujer? en la que el Creador apoya su brazo izquierdo parece
mirar a Adán con una mezcla de escepticismo y superioridad: “¿A ‘ese’ vas tocar
con tu dignísimo dedo? ¿Para ‘esto’ te hemos traído hasta aquí? Pues vaya...”
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