Me causó maravilla, emoción y conmoción San Juan de la Cruz. La biografía, del
padre carmelita José Vicente Rodríguez, una obra monumental en extensión y en
calidad. ¡Qué hombre, qué santo Juan de Yepes, después Juan de la Cruz!
Incandescente, pura luz, amor total, plenitud suave, y mil cosas más, todas
concentradas allí donde el hombre de Fontiveros es el santo descalzo, un santo
irrepetible y casi irrespirable de tan puro. Hubo momentos en que sólo me fue
posible continuar la lectura a condición de dejarla y ponerme a rezar, a
rezarle a él: “fray Juan de la Cruz, fray Juan, padre Juan”, le decía, le digo.
“Mi séneca, mi senequita”, lo llamaba la madre Santa Teresa, un diminutivo que
en mi cabeza se une a otro, El
mudejarillo, la preciosa obra que escribió sobre él José Jiménez Lozano, y
esto porque era bajo, bajito digo yo con otro diminutivo por la ternura que me
inspira. Con respecto a mi relación con los santos, creo que esta lectura
supone un antes y un después en mi vida espiritual y cristiana. No era devoto
de ningún santo en particular y creo que a partir de ahora lo voy a ser
incondicionalmente de San Juan de la Cruz, “el jilguero de Dios”, cuya
protección y luz ya le pido. Me quedo con muchas cosas pero ésta me ha gustado
especialmente: “Por donde fuésemos hiciésemos el bien a todos, porque
pareciésemos hijos de Dios. Y que jamás hiciésemos agravio a nadie, ni con
obras ni con palabras agraviásemos a nuestros prójimos; y que tuviésemos por
claro y cierto que cada vez que nos descuidásemos de esto, nos hacíamos más mal
a nosotros que a nuestros prójimos”, palabras de una monja descalza del
monasterio de San José del Salvador, en Beas, Jaén, sobre lo que le había
escuchado decir al santo en una ocasión.
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