No sólo hay que perdonar
setenta veces siete sino que también hay que pedir perdón siempre. Y puede
presentarse un inusitado enemigo: el aburrimiento. Mi hermana María y yo
durante un período de tiempo que no fue precisamente corto nos enredamos en
berrinches domésticos y, al rato, nos desenredábamos pidiéndonos perdón, unas
veces ella, otras veces yo, según se terciase. En una ocasión en que me tocaba
a mi pedirlo, con la intercesión de un pequeño lucifer, me dije: “Qué coñazo,
vuelta a pedir perdón; ya estoy aburrido; paso”. Pero la que no pasó fue mi
hermana, e hizo bien, al presentarse y decirme: “¿No me vas a pedir perdón?” Y
se lo pedí, claro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario