Nada “especial” sentí en Tierra Santa, ningún “calambre”
religioso digno de ser contado, ninguna “emoción” singular. No me habló ninguno
de los lugares santos con una intensidad “específica”, todos los relacionados
con Jesús, con su nacimiento, su vida pública, su muerte, su pasión y su
resurrección. A mi Dios me ha llegado y me llega a través de la Eucaristía, la
Palabra, la Oración y el Hermano: estos son los canales reveladores por
excelencia, los “oficiales”, irreductibles e imprescindibles, los eclesiales.
Mi experiencia de Dios es en este sentido siempre objetiva, y sólo con esta condición es después subjetiva. Esto no cambió en Tierra Santa. Por eso, allí, no me
habló el lago de Galilea sino la misa que tuvimos en la orilla y que puso punto
final a la peregrinación; no me habló Belén sino la misa que tuvimos en las
llamadas grutas de San José, y así podría continuar hasta completar las seis
misas que tuvimos en los seis días que estuvimos en Israel.
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