Uno “olió” en Paco, fray
Paco, el espíritu franciscano, y volvió a mirar -en realidad nunca he dejado de
hacerlo- a san Francisco de Asís. Entonces me acordé de lo que escribió
Christian Bobin: “La pobreza, en su desnudez material, le atrae. La pobreza, en
su verdad carnal, le revuelve. Existe aún ese rincón del mundo que su goce no
alcanza. ¿Y qué es un goce que deja algo fuera de sí? Nada. (...) Los burgueses
sueñan en un pobre adecuado a sus intereses. Los curas sueñan en un pobre
adecuado a sus esperanzas. Él, Francisco de Asís no sueña, ya no sueña. Ve: la
pobreza nada tiene de amable. Una tara, un sufrimiento, una llaga, eso sí, pero
nada amable. (...) Lo natural es ese modo de amar tan vuestro y que os halaga:
los amigos acogedores, las damas perfumadas. Lo sobrenatural es entrar en la
leprosería, cerca de Asís (...). Están del otro lado del mundo. Son las deyecciones
del mundo, tan excluidos del placer de los vivos como del reposo de los muertos.
Saben lo bastante del mundo para comprender de donde procede ese gesto del
muchacho, para comprender que no procede de él sino de Dios: sólo el Bajísimo
puede inclinarse tan profundamente con tal sencilla gracia”. Sí, por debajo del
pobre que acaso no llegue a ser repulsivo está el que sí lo es: el leproso,
cuya fealdad nos mata, cuya enfermedad nos espanta. Hasta aquí bajó el Bajísimo
y ya nunca más quiso subir. ¿Debiéramos comprender desde esta perspectiva la
elección del nombre de “Francisco” por parte del papa actual? Tenemos entonces
que estar no sólo con el pobre sino con el apestado, el repulsivo, el
maloliente, el sucio, el que nos “amenaza” con contagiarnos su marginalidad.
¿Quiere el papa Francisco que la línea de vanguardia de la iglesia sea ésta?
¿Quiere que abracemos y besemos, como él abrazo y besó al enfermo de
neurofibromatosis, a los deformes del mundo? Lo quiere, sin duda.
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