lunes, 6 de enero de 2014

El hombre y sus novelas

No tardé ni medio segundo en darme cuenta de que no estaba en sus cabales. Pedía una ayuda, preguntaba dónde había una cafetería cercana, quería cargar la batería del móvil. Mientras subía las escaleras a buscar a mi habitación algo de dinero, lanzó un “¡soy jesuita!”. “¿Es usted jesuita?”, le pregunté yo después. “Tuve una educación jesuita. Vengo haciendo el camino de Santiago y después volveré a Roma”. Todo esto con una voz viva, de acento indefinido. Era alto, de tez morena y un tanto arrugada; aparentaba unos sesenta años y tenía los ojos azul claro, de fondo incierto, algo turbio quizá. Llevaba a sus espaldas una mochila. “Estoy limpio y aseado, ¿ves? Si sacas una silla y te sientas podremos hablar; llevo siete horas sin hacerlo; tienes que estudiar; podrías ser mi hijo, etc., etc.” Hubiese continuado hablando sin parar si le hubiese dejado.
Cuando salí un poco más tarde vi que abordaba a otro en la calle, seguramente con una historia distinta pues llegó a mis oídos un “cumpleaños”. No fue poca mi sorpresa al verlo comulgar en la misa. No pude evitar señalárselo a mi hermana María con toda rapidez y decirle que el tipo estaba loco y que me había montado una pirula. 
Mi hermana Lucía, según me contó más tarde, había sufrido también su abordaje aunque esta vez el tipo no había salido económicamente beneficiado.
“Por donde quiera que el hombre vaya, lleva consigo su novela” (Benito Pérez Galdós). Éste la llevaba, y no una sino varias.

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