viernes, 31 de mayo de 2013

La conversión de Landa


Corre el año 1977, estamos en los albores de la democracia y Juan Antonio Bardem rueda El puente, una película en la que somete a Juan (Alfredo Landa) a una road movie que será una soul movie: de camino hacia Torremolinos, a través de varios hitos, a Juan se le abrirán los ojos y al final nada quedará del machito gárrulo, chulesco y ligón del principio. Por la vía de la conversión moral del landista Juan, Bardem derriba el landismo.

¿Cuáles son esos hitos? Unos policías le dan el alto para pedirle que le haga un favor a uno de Durango al que se le averió el coche. A la altura de Ocaña lo esperan su madre y su cuñada. Juan sólo tendrá que decirles que está bien, que no le ha pasado nada, y que en cuanto arregle el coche pasará a recogerlas. Las encuentra enfrente de la cárcel de Ocaña, al otro lado de la carretera, a la sombra de un árbol. Acaban de visitar a un preso político, hijo de la una y marido de la otra

Otra vez un alto, esta vez a causa de un accidente de tráfico cuyo saldo son tres muertos: dos están en el suelo, tapados, y el tercero dentro de uno de los turismos accidentados.

Juan se come un trozo de melón en compañía del paisano que se lo ha dado, un hombre mayor con mil arrugas en la cara. Trabaja en el campo doces horas al día los siete días de la semana.

Una chica le hace señas con un pañuelo para que se detenga: su blusa desabrochada deja al descubierto unos lozanos pechos que hacen el resto. Landa, claro, se para. Forma parte de un grupo de jóvenes dedicado al teatro itinerante que necesita que le arreglen el camión que transporta el utillaje escénico. Lo convencen para que se quede esa noche con ellos a ver la función que representarán en un pueblo cercano. En una España libre, se mofan sobre el escenario de los estereotipos de la Spain is different y que lo seguirá siendo aun con democracia y todo.

Juan se ha parado a comer. Observa entonces como una familia argelina, apiñada dentro de un coche pequeño, lo observa a su vez, sobre todo los niños, que devoran con los ojos el bocadillo que está comiendo. Regresan a su país pues no han encontrado trabajo en Francia.

Quienes también vienen de Europa son unos viejos amigos del pueblo que en su día emigraron a Alemania y que ahora pasan sus vacaciones en España. Todos se han apeado en el mismo bar y en él se saludan y abrazan con algarabía. Una del grupo le reprocha que apenas vaya a ver a su madre, que vive sola en el pueblo. El rostro de Juan se ensombrece.

Los vecinos de un pueblo en fiestas buscan al mozo que ha huido despavorido una vez que supo que tendría que torear no unas vaquillas sino unos toros grandes. Le pide ayuda a Juan, al que encuentra en medio de un olivar, y él se la presta; pero “la poderosa” (así llama Juan a su moto) no quiere arrancar y cuando al fin lo hace ya es tarde porque la turba torera los cerca y detiene. Uno de los vecinos, el más destacado, le afea con tono amenazante su gesto quijotesco.

Una rueda de La poderosa se ha pinchado y con ella a cuestas pide socorro Landa al pie de la carretera. Una furgoneta se detiene: dentro va un grupo de hippies extranjeros que lo invitan a subir; cantan, tocan la guitarra, fuman porros. Hace fonda con ellos en pleno campo y en plena noche. Juan le ha echado el ojo a una de las chicas. Ella también se había fijado en él. Se apartan del resto del grupo. El posible “aquí te pillo aquí te mato” lo convierte la dignidad y ternura de la chica en un encuentro amoroso.

Llega por fin al pueblo en el que le parchearán la llanta. Mientras aguarda, nuestro protagonista observa a un grupo de hombres que espera que el capataz de un cortijo cercano llegue y les ofrezca trabajo. Lo hay, pero sólo para siete. El resto seguirá consumiéndose en sus horas y días de paro.

De nuevo está Juan en la carretera con la rueda arreglada, esperando que alguien se detenga y lo lleve al lugar donde había dejado la moto. El conductor de un descapotable al que acompañan dos mujeres se para y lo invita a subir. “Para pasarlo bien, dice el primero, hay que jugársela”. Acelera el coche hasta alcanzar los 150 quilómetros por hora. Las mujeres lo animan y la que va detrás le tapa los ojos con las manos. Landa, aterrado, es testigo de la fealdad moral convertida en moral suicida.

Llega a Torremolinos cuando está anocheciendo. Aparca La poderosa en una playa, se sienta en la arena y fuma un cigarrillo mientras contempla el mar, un mar que no es muy distinto del que encuentra el niño protagonista de los Cuatrocientos golpes de Truffaut al final de la película. Ni un minuto más pasará Juan en la ciudad malagueña, y regresa a Madrid esa misma noche. Imágenes de lo vivido durante el día se le hacen presentes como fogonazos. Es otro hombre.

El martes después del puente lo vemos a él y a sus compañeros de trabajo en el taller. Cada secuencia traduce al nuevo Landa: su ensimismamiento tras herirse la mano arreglando el motor de un coche, el agua que las lava y limpia la herida, el espejo que devuelve su imagen, otra imagen. Al principio de la película Juan había rechazado la invitación de tres de sus compañeros para asistir a una asamblea donde se discutiría el nuevo convenio y en la que reclamarían mejoras laborales que, de no ser atendidas, podrían conducir a una huelga. Ahora en cambio se reúne con ellos y todos juntos ponen fin a la película.

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