miércoles, 23 de enero de 2013

El circo



No había vuelto al circo desde que era niño. De aquella ocasión mi memoria sólo conserva la imagen de una contorsionista.

Esta vez el circo Roy, tal es su nombre, acampó a pocos metros de mi casa y esto me animó a ir a verlo. No faltaban los camiones con sus largos tráileres, las caravanas y la carpa. Las farolas se llenaron de carteles publicitarios y, llegado el día, el coche publicitario comenzó a recorrer las calles del pueblo y las parroquias del ayuntamiento anunciando el gran evento. María y las niñas también vinieron.

Cuando terminó la función, el maestro de ceremonias concluyó con estas palabras: “No hemos venido a asombrarles (entre líneas había que entender que no podían, pues carecían de medios para hacerlo); sólo esperamos haberlos entretenido durante el rato que han estado con nosotros”. Dichas con dignidad pero sin arrogancia, tal vez buscaban la aquiescencia de aquellos adultos que, habiendo venido con hambre de espectáculo, podrían haber quedado defraudados. Pero dudo mucho que, dadas las risas de sus hijos y sus caras de asombro, hubiese alguno. Ofrecieron lo que tenían, números sencillos que obtuvieron de los niños, siempre bien dispuestos a maravillarse y reír, su aprobación inmediata e incondicional. Los platos que giraban sobre los palos, el malabarista, la niña con los aros, el mago, los payasos, los ponis, Spiderman y sus piruetas en las tiras rojas, el buen arte del caballo español, el amigo dromedario, que sólo tuvo que demostrar que sabía arrodillarse y que comía el  trozo de pan de manos del niño que se atrevía a dárselo, la chica acróbata y sus cintas chinas... El que nos recibió en la entrada de la carpa y rompía el ticket fue después maestro de ceremonias, y el malabarista, y el payaso serio, y el jinete y posiblemente el que se escondía bajo el traje de Spiderman. La señora que nos vendió las entradas actuó también de presentadora, y fue uno de los payasos, presentados como los Roy, seguramente los dueños del circo y también los padres de unos y abuelos de otros. La giradora de los platos fue también la acompañante del mago. A éste lo vimos a su vez ejerciendo de operario. La niña de los aros fue la que después dirigió a los ponis. Puesto que eran pocos tenían que multiplicar sus habilidades. Yo estaba justo en el ángulo superior izquierda de las gradas. Desde mi puesto podía observar al que manejaba el foco del que salía el círculo que iluminaba a las estrellas cuando salían a la pista.

Todo fue íntimo, sencillo, entrañable, “mágico”.

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