lunes, 20 de agosto de 2012

La mujer cananea


La mujer cananea le grita: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Pero Jesús no atiende a su ruego. Los discípulos interceden por ella: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Jesús insiste en su desatención: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Ya sólo vale que la cananea corra hasta él y, de rodillas, le implore: “Señor, socórreme”. Jesús se niega una vez más con increíble dureza: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. ¿Qué opción le queda a la pobre cananea para ablandar el corazón de Jesús? Humillarse todavía más, “emperrarse”: “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Ante esta réplica, humilde hasta el extremo, tenaz, ardiente, Jesús se rinde: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su hija queda curada.
No a la tercera sino a la cuarta te dejas vencer, Señor. ¿Por qué te muestras aquí tan duro, de modo que no vale el primer ruego de la cananea, ni la intercesión de los discípulos, ni tampoco su segundo ruego, y sólo cuando como un perro te suplica le cumples su deseo? ¿Qué enseñanza quieres transmitirnos? ¿Será que tu majestad puede mostrarse “dura” para forzarnos a un ruego que nos humille ante ti, porque tú sabes que esto es bueno para nosotros? ¿Te haces de rogar para que roguemos hasta la suprema postración, pues sólo así se manifestará el ardor de nuestra fe? La mujer cananea pudo darse por vencida tras tu primera negativa, o tras la segunda. Si lo hubiera hecho, ¿te habría decepcionado? Pero no lo hizo y al final, admirado tú por su fe tan grande, le concedes lo que pide.

(Entre Escila y Caribdis)

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