jueves, 10 de marzo de 2011

También, más, ya sólo

No hay que olvidar nunca el “también”. Hay fracasos, pero también hay éxitos; hay tristezas, pero también alegrías; hay muertes, pero también hay nacimientos; hay traiciones, pero también fidelidades; hay odio, pero también hay amor; hay noche, pero también hay día. Y así seguiríamos, buscando el equilibro de la balanza, y si se puede, el desequilibrio a favor del bien. Entonces no diríamos también sino más: más dicha que pena, más esperanza que desesperación, más ángel que demonio, más belleza que fealdad, más sabiduría que ignorancia, hasta poder decir con San Pablo: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. Es esta sobreabundancia lo que anhela nuestra alma por encima de todo, sobre todo cuando aparenta sobreabundar el mal.
Es cierto que la biografía de muchas vidas queda desequilibrada del lado de los infortunios y desgracias: aquí el también compensador se cumple escasamente, o no se cumple en absoluto y el saldo final, a ojos humanos, presenta números rojos. Pero donde ojos humanos no ven otros sí ven, y no sólo ven, sino que reparan, curan, compensan hasta el infinito: sólo esto hace que, ante tanta injusticia y sufrimiento, la historia humana no sea al final una irrisión en manos de la nada absoluta. En el cielo quedará tan inefablemente tragado y digerido todo el terrible dolor de la vida que parecerá que nunca antes éste hubiese existido, o mejor, permanecerá en su ser más puro, fuente, desde nuestro costado, de una dicha para la cual no hay nombre.
El cielo es infinitamente más que el también, infinitamente más que el más. Es el ya sólo.

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