Ante la política, me gustaría ser ese analista puro que, por encima de filias y fobias, reconoce aciertos y errores vengan de donde vengan, al margen de la percha política de la que se cuelguen. Aquí, mi deseo de ser objetivo es máximo, e inalcanzable, claro, sobre todo teniendo en cuenta que siempre me reconozco con escasísima información y nunca bien contrastada. Por eso, excepto en los casos en que los aciertos o errores son bien visibles, opto por el silencio, o el balbuceo en todo caso. Y sintiendo como siento que me las veo ante un campo en extremo viscoso, donde uno no sabe tantas veces donde acaba el trigo y empieza la cizaña, ¿cómo no he de optar por la suspensión del juicio, llevado de mi prurito de objetividad? Tampoco pretendo ser, sin más, equidistante, sino distante de lo que me parece malo y cercano a lo que me parece bueno, esté donde esté, así sea en la derecha, en la izquierda, en el centro, arriba o abajo.
Observo además otra cosa. La política, como servicio público, me merece un respeto profundísimo. Por eso quiero ser justo con sus oficiantes, no cargármelos a todos llevado de ningún furor. Es cierto que acaso sea un gremio donde, dado que se maneja poder, mucho poder en ciertos casos, abunden más los arribistas y los corruptos, o los ineptos simplemente. Pero aun así, ese punto justo en el que me quiero situar frente a ellos sigue siendo mi continuo deseo. Los políticos nobles, serviciales, dignos, decentes, no merecen el descrédito en nombre de sus compañeros podridos. No querría caer yo en este tipo de descalificación general, que siempre creí falsa.